Vicente de Paúl, Carta 1321: A Guillermo Cornaire, Sacerdote De La Misión En Le Mans
Vicente de Paúl
20 de septiembre de 1650
Doy gracias a Dios por la mansedumbre de espíritu con que ha recibido usted la prohibición de los señores administradores y por el buen uso que hace de las contradicciones que le sobrevienen. No tengo ninguna duda de que es el espíritu maligno, enemigo de todo el bien que usted practica, el que las ha suscitado; pero no recibirá más que confusión. Cuando le persigan, diga con atrevimiento aquello que decía el mártir san Ignacio: «Ahora es cuando comienzo a ser discípulo de Jesucristo». Espero ciertamente que esa persecución que usted padece por una ocupación tan santa como es la suya le hará merecer la gracia de soportar otras penas mayores, si su Providencia permite que le sobrevengan, como muy bien podría hacerlo para su mayor
santificación. Con todo mi corazón, padre, le recomiendo a él, a usted y a sus cruces, pidiéndole que le dé fuerzas para llevarlas hasta lo más alto de la montaña de su perfección, o bien que sea él mismo su celestial Cirineo, ayudándole a llevarlas, lo
mismo que el otro Simón le ayudó a llevar la suya. Me parece muy bien la resolución que ha tomado usted de seguir administrando los
sacramentos a los enfermos y tener alguna exhortación en el hospital las fiestas solemnes y el catecismo los domingos; esto es digno de un verdadero ministro del evangelio. Pero será hacer todavía mucho más si no desiste usted, a pesar de la prohibición, de visitar a los enfermos. Tenía usted costumbre de verlos todos los días, de consolarles en sus aflicciones y de animarles a la paciencia; sígalo haciendo así, si
le parece bien. Enseñe a unos a hacer actos de resignación, de amor a Dios y de esperanza en su misericordia; excite a otros a la contrición y al propósito de la enmienda; en una palabra dispóngales a bien morir, si están cerca de la muerte, y a bien vivir, si todavía Dios los deja en este mundo. Este trabajo, continuado por mucho tiempo, resulta fastidioso a todos los que no tienen en cuenta su importancia; es verdad; pero a usted, padre, que conoce su mérito y que, gracias a Dios, lleva en el corazón la salvación de los pobres, tiene que parecerle un consuelo sin medida y una
dicha incomparable. Hasta ahora ha conseguido usted frutos por millares gracias a este caritativo ejercicio, procurando la vida eterna a tantas y tantas almas que han pasado por sus manos. ¡Dios y Señor mío! ¿Podrá haber algo en el mundo capaz de apartar]e a usted de ello y de hacer que se canse usted de una ocupación tan preciosa a los ojos de Dios? ¿Cuántas personas cree usted que hay en París, de clase distinguida y de uno y otro sexo, que visitan, instruyen y exhortan a los enfermos del hospital todos los días, acudiendo a él con una devoción admirable y hasta con perseverancia? Ciertamente, los que no lo han visto se resistirán a creerlo; pero quienes lo ven, se llenan de edificación. Porque, efectivamente, es ésta la vida de los
santos y de los grandes santos, que sirven a Nuestro Señor en sus miembros y de la mejor manera que es posible. ¡Quiera Dios glorificarse a sí mismo por su vocación en este trabajo, al haberle escogido entre mil y al haberle dado tantas gracias para tener muchos éxitos!